UN ESTUDIANTE PENSIONADO
Después
jubilarse a los 62 años como el hombre fuerte del Sindicato Antioqueño, se fue
a estudiar a París. En este texto explica su filosofía sobre la vida, el poder,
el dinero y la vejez.
Cuando
uno enfrenta el reto de envejecer dignamente, lo cual no solo es natural sino
maravilloso, parte esencial de la vida, tiene que entender que se trata de un
ciclo y una etapa muy rica para la que hay que prepararse.
Es un proceso al que se llega naturalmente. Así, hay que tratar de llegar bien
desde el punto de vista de la salud y de las previsiones económicas para
que en una etapa en la que hay menos ingresos se pueda vivir con dignidad.
O sea, tiene
que tenerse una concepción del ahorro, de la austeridad, de las restricciones,
que no son de ninguna manera antipáticas. Si se les interpreta bien, se
convierten en algo que enriquece, en lugar de lo contrario.
Cuando
se ocupa una posición como la que tuve al final de mi carrera, de presidente de
una organización importante, se tienen unos privilegios que corresponden
a la empresa, menos que a la persona. Por ejemplo, un automóvil con conductor,
tiquetes para viajar y desplazarse a cualquier parte, clubes sociales donde
atender las relaciones tanto profesionales como personales, en fin... un montón
de gajes, además de un buen salario.
Pero
en el momento en que uno se jubila, el ingreso se convierte en una fracción muy
modesta de lo que se ganaba. La pensión no alcanza a ser, como en el
caso mío, ni siquiera el 6 por ciento del último salario. De manera que cuando
se pasa de un ingreso alto, al 6 por ciento, si no se han calculado bien las
cosas, la situación se
vuelve muy difícil.
Una manera de preverla no solo es ahorrar para que haya
algún complemento en lo posible, sino también no acostumbrarse a cosas
innecesarias, suntuosas e inútiles. Más bien, a vivir modesta, austeramente y a no confundir nunca lo
propio con ajeno. Me refiero a que muchos de los privilegios que
disfruta un ejecutivo pertenecen a la compañía misma.
Cuando se pasa, como me tocó a mí, de ir en un carro blindado con
escoltas –que no es un privilegio, sino una tortura– a otro donde uno abre la
ventanilla, y aunque no sabe nada porque hace mucho tiempo no maneja,
siente un cambio brusco, pero interesante.
Todavía más cuando uno pasa de ese carro blindado, una
especie de coche mortuorio, a
desplazarse en una bicicleta, como lo hice yo, para ir por unas calles
desconocidas pero apasionantes. Es una experiencia maravillosa.
Entonces pienso que una de las ideas que hay que tener claras cuando se va
llegando a esta edad es que, lo que viene adelante tiene, obligatoriamente,
condiciones distintas. Hay que vivir con menos presupuesto, y eso es
válido no solo para el ejecutivo, sino para el empleado mismo.
Primero, entonces, juicio y orden en las finanzas
personales y conciencia de que se han de perder seguramente muchas
oportunidades, pero que no
son de ninguna manera necesarias. Si uno pudiera hacer una lista de lo
que quisiera hacer y no hizo, esta se va agotando, en la medida en que se
envejece. Hay cosas que
uno definitivamente empieza a entender que no es necesario mantener en esa
lista.
Lo segundo, a mi modo de ver, es entender que esa etapa final requiere un
proyecto de vida. Uno no puede encontrarse de repente con que pasa de
trabajar muchas horas al día a una condición en la que se dice: “Qué bueno, voy a poder dormir
por fin hasta las nueve”. Y resulta que desde hace años le da más dificultad
dormir hasta las nueve.
O decir: “Me voy a dedicar a descansar porque es que este cansancio, este
estrés, esta fatiga del trabajo diario, la presión del jefe, la angustia, el
transporte, las malas noticias, todo lo que ocurre es desgastador. Me voy a
dedicar, entonces, a descansar porque nunca he tenido oportunidad más allá de
tener 15, 20 días o un mes de vacaciones”. Pues resulta que cuando el
tiempo de inutilidad empieza a correr, se convierte en una angustia monstruosa,
es decir, al cabo de un
mes uno no sabe qué hacer, y le faltan todavía años de descanso.
Entonces no puede pensarse que esa vida del adulto mayor
vaya a estar dedicada al ocio contemplativo y menos al ocio creador, como diría
algún autor. No, es una
etapa que el ocio no puede de ninguna manera llenarla.
Otros afirman: “Voy a aprovechar para dedicarme a lo que siempre quise hacer: leer”, y
resulta que la gran mayoría de los que se jubilan no han leído nunca,
entonces da mucha dificultad empezar a leer a esa edad porque no se sabe ni
siquiera qué leer. La verdad es que en el país, si uno toma la estadística más
ácida de todas, se lee alrededor de un libro y medio al año, de los cuales la
mitad son textos, o sea los que leen en las escuelas. Quiere decir que un
colombiano medio se lee un libro en dos años. Cuando lo termina, no sabe ni de
qué se trata. Entonces el que dice “voy a dedicarme a leer” asume una postura
un poco humanística sin tener ninguna experiencia en eso. Rápidamente devuelve
el primer libro y termina hasta sin leer el periódico. Lo mismo sucede con el
que afirma: “Voy a
dedicarme a la música”, “voy a dedicarme a no sé qué placeres intelectuales”.
Pienso
que un proyecto de vida, sobre qué hacer con los años que me quedan, tiene que
ser una pregunta que debemos ser capaces de respondernos, y muy difícilmente lo
hacemos.
Muchos de mis amigos y de mis colegas se tropezaron de un
día al otro con la notificación de que se jubilaban y empezaron a ver el drama
de “qué hacemos”. Los que
somos parte de un hogar y tenemos esposa como yo -las esposas son maravillosas,
por eso vivimos con ellas tantos años y son las madres de nuestros hijos y
merecen todo nuestro respeto y gratitud- empezamos a estorbar en la casa, y
nuestras señoras a decir: “Uno todo el día con el santísimo expuesto”.
Esa relación se va volviendo catastrófica y el hombre se neurotiza y empieza a
comentar: “Pero quién sacude en esta casa, qué polvero”. Entonces se convierte
en un problema estar en el hogar, porque las exigencias perturban la paz
familiar.
Parte
de lo que las empresas y la sociedad tienen que hacer con los que envejecemos
es notificarnos de que esa etapa que viene es la última, sí, pero que puede ser
maravillosa. Esa es una de las cosas que uno tiene que entender, pero
que no es fácil.
Sé que en las empresas hacen esfuerzos por notificarles a
los miembros que allá se va a llegar, y que eso no es un castigo divino, es un privilegio si se
interpreta como tal.
Hay
que romper con la idea de que el adulto mayor es como un mueble viejo que no
sirve para nada, porque él termina por creérselo. Una cosa muy
importante en la vida es entender que cuando se cambia de actividad, cambian
automáticamente muchas relaciones. Muchas de las que se tienen son con
compañeros y cuando se deja de ir a esa organización, pues se deja de verlos.
Entonces empieza uno a sentirse que lo abandonaron, que
no lo quieren, que “yo ya
no soy nadie”. Así, empiezan a aparecer sensaciones que no son ciertas.
Simplemente cambian el entorno y la proximidad, y eso hay que entenderlo.
Yo aprendí desde muy chico una idea que mi padre nos
inculcó, que decía más o menos lo siguiente: “Bástale al hombre para su subsistencia una sana medianía”,
es decir, que la vida se puede vivir de una manera distinta, más austera, y esa
limitación implica también la proximidad social. Igualmente, hay otra cosa muy
clara en el trabajo, sobre todo cuando llega uno a posiciones directivas, que
se plasma en una frase sabia: “No eres más porque te alaben, ni menos porque te vituperen”.
Cuando
uno tiene, digamos, las riendas, los ‘amigos’ sobran, y resulta que eso no es
cierto. La mayoría son amigos del poder o de las relaciones que puedan
tenerse. Los de verdad, que llegan al corazón, son muy pocos. De manera que
tampoco puede engañarse, como el vallenato que decía tener 200 amigos íntimos. Las relaciones de verdad son muy
pocas, son amigos que nacen en la infancia o en la juventud o son también la
familia.
Por lo tanto, hay que entender que cambia el ámbito en el
que uno se mueve. Lamentablemente,
mucha gente se notifica del cambio de vida en el mismo momento que termina su
trabajo profesional.
Me tocó ser inútil funcional
El caso particular mío es muy extraño y no creo que sea
útil como modelo de vida de adulto mayor. Estudié ingeniería en la Escuela de
Minas, pero quería irme a estudiar economía, historia o ciencias humanas en
alguna forma, y no lo pude hacer porque soy el mayor de una familia de 14.
Mi
padre no tenía medios para mandarme a estudiar fuera, yo lo sabía perfectamente
y el Icetex no me prestó porque yo no cumplía los requisitos de patrimonio
familiar. Y nunca
merecí una beca porque no fui un estudiante que mereciera becas, es la verdad.
Total, no me pude ir a estudiar, pero tenía los crespos hechos, como se dice.
Había pasado el examen de francés en la Alianza, había sido admitido en una
escuela en París, sabía cantar La Marsellesa… bueno, estaba listo y preparado
espiritual y físicamente para irme, y de pronto me di cuenta de que no podía hacerlo porque no tenía con
qué.
Tuve oportunidad de comprobar en ocho años que viví en
París que muchos de mis compañeros colombianos de allá son estrato dos o tres
con hogares que no podían sostenerlos sin beca –porque no las tienen– y sin
crédito porque tampoco se los otorgan, y allá están haciendo doctorados en
cuantas disciplinas se imaginen. Yo hice un doctorado en cuatro años y ellos se gastan generalmente
seis.
A mí
me faltó una cosa que me da mucha pena confesarla: imaginación. También se
podía ir a estudiar al exterior sin papá, sin beca y sin crédito, a hacer lo
que han hecho toda la vida los estudiantes. Entonces me dije: “No se
pudo, vamos a posponer esto, pero algún día, ojalá”. Nunca abandoné ese
proyecto. Repito, es un caso muy particular. Lo que quiero decir con todo esto
es que lo que hice fue tratar de volver ese sueño realidad.
Hay una frase importante: “El hombre no se frustra porque no se realizan los
sueños, sino porque no sabe soñar”. O sea, un gran error es abrazar un
sueño irrealizable, utópico, porque no se cumple y por consiguiente uno se
frustra. Pero si el sueño es un sueño aterrizado…
Tengo
la fortuna de tener una compañera, mi señora, la misma desde hace 43 años, que
comparte la debilidad y la afición que puedo sentir por estudiar y aprender.
Esa es una posición frente a la vida no muy frecuente. Ella la comparte y si no
fuera así, entonces no podría empezar una aventura de estas. Mis hijos ya se
habían criado, ya se habían educado, de manera que yo también podía hacer eso.
Lo que hice fue, en esencia, tratar
de poner en práctica ese sueño y aprender. Una de las cosas más
importantes que comprendí con esa experiencia es, y la puedo afirmar como tal, que nunca en el ser humano se
agotan su deseo, su posibilidad y su capacidad de aprender.
En el caso mío encontré un cambio de 180 grados en mi
vida. Pasé, repito, de
trabajar en una compañía como Suramericana, por muchos años, a sentarme en un
pupitre que estaba a 38 años de distancia de mi vida. Es decir, yo hacía
38 años que me había levantado del último pupitre de la Universidad Nacional en
la Escuela de Minas.
Llegar allá fue un choque muy fuerte porque lo primero
que se me ocurrió pensar fue que podía ser el tío de cualquiera de los
muchachitos que estaban allí. Además, trabajar en una disciplina desconocida
para mí, en un idioma ajeno. El esfuerzo y el engranaje fueron muy difíciles. También aprendí a vivir una vida
muy simple. Allá no se merca al estilo del carro lleno sino que uno va cada día
por un huevo... porque no hay dónde almacenar mucho mercado. Allá uno mismo
cocina y lava la ropa. Uno tiene que hacer todo. Me tocó dejar de ser un inútil
funcional.
A propósito, cuando trabajaba en Suramericana tuve un
conductor a quien quise mucho, trabajó 20 años conmigo. En las proximidades a la
jubilación, un día íbamos él y yo solos y me dijo: “Hombre, yo estoy muy
preocupado con su ida de Suramericana”. Yo le respondí: “Bueno, no se preocupe, yo no sé quién me va a
reemplazar, pero tenga la certeza de que quien venga, si no se pone de acuerdo
con usted, a usted no lo van a despedir después de 20 años, olvídese, usted se
jubila aquí, en alguna otra cosa, con seguridad; esa certeza se la doy yo
aunque no esté en mis manos”. Y me contestó: “No, no, yo no estoy
preocupado por eso, estoy preocupado por usted”. Le dije: “Pero por qué, yo
estoy muy contento”. Y me respondió: “Sí, pero es que usted es un inútil infinito, usted no sabe hacer
nada”.
Él
tenía razón. Parte de lo que me tocó hacer a mí fue comprobar mis
limitaciones. Soy minusválido, digamos, en motricidad fina. Cuando mis hijos
estaban pequeños y había un problema doméstico en la casa, y yo suponía que era
capaz de arreglarlo, salían corriendo a decirle a la mamá: “Corra que ahí va mi papá con un
alicate”.
Les confieso una cosa: mientras estuve en Suramericana no sabía hacer cola.
Cuando se llega a París, se encuentra con una costumbre y con una cultura que
es la fila. Por cualquier calle se puede armar de pronto una cola y muchos
entran en ella sin saber para dónde va.
En
todo, uno tiene que valerse por sí mismo, y si no lo hace, simplemente
desaparece porque no hay quien lo haga por usted. Si no barre, el polvo
lo saca: si no lava la ropa, el mugre lo despacha; si no va a comprar el huevo,
no hay huevo; si no va a hacer la cola por la chequera, no hay nada. Finalmente, uno aprende a
valerse por sí mismo, ese aprendizaje fue muy importante en mi caso.
Además, uno empieza a preguntarse: ¿para qué todo esto que acumulo en la vida que son inutilidades?
Uno empieza a acumular cosas y cosas que son innecesarias. Allá se aprende a
vivir con mucho menos, más ligero de equipaje, como decía Borges. A tener estrictamente lo
necesario. Eso le hace la vida más simple.
Hay
algo fascinante y es el aprendizaje, que es insaciable. La vida de una
persona cuando envejece es distinta de la que tiene cuando está activa
profesional o laboralmente, pero de ninguna manera es el fin de la existencia.
Lo
que hay que entender es que el aproximarse con una visión constructiva y
positiva a esa última etapa del adulto mayor es sin lugar a duda un problema de
educación, de formación, de percepción de la vida, en el cual le tiene que
ayudar la sociedad. Las empresas deben prepararlo para eso. Las
entidades idóneas deben aconsejarlo para hacer su ahorro pensional, para que
tenga la previsión y la precaución. El Estado debe jugar un papel que amortigüe
las condiciones de estas personas, para que además el hombre, desde el punto de
vista de la sociedad, se prepare para vivir más tiempo, para costarle más a la
sociedad.
Medellín tiene el doble de personas adultas mayores
frente a menores de 15 años. O sea, nosotros tenemos uno de esos raros
privilegios de ser una sociedad más vieja que el resto de la colombiana. Lo que
queda claro es que hay que hacer tareas, y que hay que asumir con madurez la
vida y entender que la última etapa, que llega después del retiro, puede llegar
a ser muy rica humana, afectiva, espiritual y físicamente, incluso.
El
único mensaje central que quiero dejar es que cada uno tiene que estar
preparado para afrontar una realidad que es fantástica en la medida en que se
la asuma. Cada cual con su proyecto, de una manera creativa, positiva; que
también permita fortalecer el espíritu, el amor, el afecto, el cariño,
acercarse a las gentes que le son próximas, a su familia, a sus amigos y vivir
además también sintiéndose útil.
Cuando uno ya en la edad madura se cuestiona: “¿Y yo qué
hago aquí?”. Y se responde: “Nada”. Esas respuestas son muy duras, y todos tenemos que saber que podemos
ser útiles y que hay muchas maneras de serlo. La sociedad nuestra está
llena de necesidades. Hay muchísimas instituciones que colaboran para mejorar
la vida de los demás: en la educación, la salud, la niñez, la nutrición, la
tercera edad, la recuperación, los minusválidos, los limitados... y el voluntariado es una de las
oportunidades que uno tiene de servirles a los demás.
Uno
tiene que inventarse en qué forma puede colaborar, y no sentarse simplemente a
esperar que pase el tiempo y que del más allá le digan: “Llegó la hora y se
acabó el carbón”. No, uno tiene que entender que allá vamos a llegar, que lo
van a llamar a lista, pero mientras tanto ser útil para la sociedad y sentirse
útil para sí mismo.
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